El toro de Terrón que abrió en el prólogo de toreo a caballo fue de notable calidad. Pronto, entregado, de excelente tranco. Moura cumplió el tercio de castigo como un trámite -dos clavadas despegadas, una pasada en falso, poca puntería- pero, enseguida, con un espléndido caballo palomino llamado Merlín, desplegó en sólo cuatro farpas, y sin transiciones gratuitas, parte importante del repertorio clásico: el pitón contrario en limpia batida, la llegada de caras, los cuarteos clásicos, los suaves rodeos, las pasadas en recorte y sin clavar y, sobre todo, los galopes de costado de temple perfecto.
Se temía lo peor de la idea de imponer un rejoneador por delante, que fue exigencia de Manzanares para abrir cartel. Error de cábala: Moura, que en abril toreó a modo en Sevilla, hizo las delicias de la inmensa mayoría con esa faena redonda. Faltó el eco generoso del público clásico de las de rejones, que aplaude a máquina. Faltó también rematar la obra con la espada. Una corveta suelta fue el único aire suelto, como un brindis al sol.
Suculento el aperitivo. No tanto el plato fuerte: una corrida de Cuvillo que se jugó con viento enredador, que fue mejor de banderillas en adelante que antes de banderillas, como si se hubiera reservado la electricidad para la hora acalambrada de la muleta, y que tuvo más que torear de lo que habían presumido muchos. La corrida trajo dos toros bravos. Con el sello y el estilo de la ganadería de Cuvillo: prontitud, velocidad, fijeza, una gota de agresividad.
Con el segundo de corrida se avino bastante Miguel Ángel Perera; con el tercero anduvo entregado Talavante. Cada uno a su manera casi pautada. Temeridad de Perera para abrir de largo en los medios con el cambiado por la espalda, dos tandas firmes de poderoso aliento con la diestra y desplazando demasiado al toro, y toques alternados en series distintas, un final encima. Por la mano izquierda se metía el toro: Perera empalado, volteado y pisoteado. Casi en el anillo. El primero en llegar a pecho descubierto al quite fue Talavante. Si había rivalidad o desafío en el cartel, ahí se firmó tácticamente la paz. De la cogida, sin más huella que la de paliza y un siete y chafarrinones de sangre en la taleguilla, salió Perera enrabietado. Una estocada. Hubo petición mayoritaria y oreja de recompensa.
El toro de Talavante no tuvo la chispa del segundo. Pero más calidad: largos los viajes humillados. Talavante, que había aparecido rumbosamente en el toro de Perera con un quite malogrado por valencianas o saltilleras, abrió faena con estatuarios en el platillo. Desparpajo y asiento. Media estocada atravesada y soltando el engaño, un descabello. No prosperó la petición de oreja.
Pero Curro, aupado a la sustitución de Manzanares, terminó la fiesta en la enfermería. Cuando intentaba descabellar, se vio sorprendido por un último gañafón del toro, que le pegó una cornada en la mano.