El Puerto de San Lorenzo envió a Madrid un corridón, con el trapío y la seriedad que exige esta plaza. Además dio un juego extraordinario que en el caso de los toros lidiados en cuarto y sexto lugar resultó superlativo. Una corrida de puerta grande a poco que los espadas se pusieran a su altura. Pero la diferencia entre la clase de los del Puerto y la actuaciones de El Cid, Castella y Pinar resultó estratosférica.
El cuento chino de los taurinitos, especialmente de los criadores de borregos, en cuanto a que el toro grande no sirve y no embiste, vuelve a quedar en ridículo. Porque, vaya manera de meter la cara, de humillar y qué derroche de fijeza en los engaños.
Si Manuel Jesús 'El Cid' coge esta corrida hace cuatro años la lía a lo grande. Pero el torero se ha ido apagando hasta el punto de dejarse un lote magnífico, especialmente ese cuarto ejemplar. A pesar de todo hubo un momento en que se encendió la lucecita de su prodigiosa mano izquierda y se iluminó la plaza. Pero fue como un relámpago porque, a continuación, volvió la oscuridad entre enganchones.
Castella con el segundo, otro gran toro, dio prioridad a la cantidad sobre la calidad. Hubo mucho y muy vulgar. Después de innumerables pases tuvo que recurrir al efectismo del circular invertido y las manoletinas para maquillar tanta mediocridad. Después de un pinchazo el toro lo volteó como un pelele, afortunadamente sin consecuencias. Pero el efecto del trance impresionó a la gente que se puso del lado del torero.
Rubén Pinar abrió la puerta grande el año pasado y se la cerró ante el soberbio sexto. No se puede torear con más ventajismo y menos entidad. Se le fue, seguramente, el toro de su vida en Madrid. Se arrepentirá.