La intriga de la corrida de Victorino fue su orden de juego. Era corrida de las llamadas de tres y tres, y eso iba a saberse después si es que no se sabía ya antes. Los tres de un bando y los de otro se abrieron en lotes distintos. Era corrida desigual pero se enlotó a modo y con criterio. Funcionaron estupendamente tres toros, que se repartieron como cartas marcadas. Y no funcionaron los otros tres.
De esos tres del saldo a la contra, uno fue el que rompió plaza, aplomadísimo tras una engañosa salida de muchos pies. Si no es porque Padilla mató a la última -un metisaca, seis pinchazos y un bajonazo-, se arrastra el toro y no sale ni en la foto. Los otros dos de mala nota fueron los dos últimos: un quinto artero y zapatillero que punteó y se puso enseguida por delante, y Diego Urdiales sólo pudo esgrimirlo y matarlo, y un sexto buscón y revoltoso que estuvo a punto de calzarse por las corvas a El Cid dos o tres veces porque El Cid arriesgó con él en un consumado exceso.
Ese toro estuvo a punto de herir en banderillas a David Pirri otras tantas veces: una primera a la salida de un par, con cogida y voltereta, y otras dos al levantarse antes de tiempo. Experto tercero de cuadrilla, pero se incorporó sin haber sido todavía quitado el toro, que estuvo a punto de comérselo en el suelo. El quite fue multitudinario, digamos: un sombrero de alguacil con su penacho, una toalla, una boina de operario, algún abanico que quitaba el calor y siete u ocho hombres de luces. Casi todos a la vez, que es la peor manera de quitar de su presa a un toro.
Cuando asomó el quinto, de bastos cabos y cabezón, y se puso a olisquear y hasta bufar, la gente ya estaba feliz con lo que llevaba visto, catado y sentido. Los tres toros de la corrida fueron segundo, tercero y cuarto y su calidad fue en ese mismo orden creciente. Noble pero mohíno el segundo, y justo de fuelle y empuje, pero Diego Urdiales, sereno y paciente, lo echó para adelante, como suele decirse, y el toro, la verdad, fue muy agradecido aunque al final acabara embistiendo como por capítulos o en dos tiempos.
Diego se ha empeñado en torear despacio con el capote y le sirven casi todos los toros. Éste mismo, y de salida, se llevó tres lances preciosos. Del segundo viaje al caballo salió con la vara no enhebrada sino enhiesta y ese detalle se interpuso justo cuando el toro estaba para torear de capa más asentado. De asiento y aire bueno fue la faena: el tanteo primero, el gobierno del toro con la muleta por delante, la paciencia para aguantar viajes al ralentí con más de un parón debajo, la unidad de terrenos, el son tan acorde. Un alarde de seguridad. Y de rigor para torear. No hubo música y, cuando quiso arrancarse a deshora la banda, Diego la hizo callar con un gesto inequívoco. `A buenas horas...! Una estocada sin puntilla.
El tercero, vuelto de cuerna, degollado, musculoso, de pasito vivo y felino al comienzo, tenía las hechuras asaltilladas que raramente fallan en casa de Victorino. Ni alto ni bajo, ni ancho ni estrecho, ligeros los movimientos. De pata negra el toro. Y cárdeno. No lo aplaudieron de salida porque en Bilbao se da por descontado el trapío del toro dentro de su tipo. Con apenas 540 kilos este tercero de la tarde era el toro perfecto.
De los tres buenos de la película éste fue el más temperamental.
De los que en el caballo cumplen, y cumplir quiere decir que cobró sin renegar ni vaciarse, pero de los que, sangrados, se espabilan y ya no paran. Y no paró el toro de ir y venir después, de darse y, a veces, de enterarse también. El toro tomaba el engaño con bastante viveza, es decir, buena velocidad, como repicando con las pezuñas.
Pero si no había engaño puesto, buscaba a quién lo tenia en la mano, escondido o sin poner.
La mano buena era la izquierda y por ahí descolgó en viajes humillados, largas las estiradas. Ese trance de gran estilo fue la coda de la faena, que fue de mucho navegar El Cid, de ponerse y quitarse, de porfiar o dejar al toro hacer, de citar en uve o con el medio pecho, de desigual encaje y algún culebreo porque los reflejos del toro, con sus chispazos constantes, no dejaban ni tomar aire ni cortar la luz. A última hora se puso y templó El Cid por la mano izquierda y salieron tres naturales formidablemente largos. Media estocada y un descabello.
Sin el picante del tercero pero con su mismo motor y más, con el temple del segundo pero mucha más voluntad también, el cuarto fue el toro de la corrida. En tipo, hechuras seguras y fiables, bien armado. Y un espectáculo muy de Padilla, que sería sorpresa para quienes antes no lo hubieran visto templarse con un toro cadenciosamente, encajarse en los medios y ligar hasta seis y siete muletazos en un mismo manojo y sin fatiga. Y torear con la mano izquierda con gran autoridad, la muleta enganchando los viajes humillados de ese toro que, fijeza y compás, fue tan agradecido como el que más.
El Padilla de las ínfulas floridas se había ido, primero, a porta gayola, donde tanto le gusta y suele. Como el toro le salió cambiado de mano, no le pegó la larga cambiada prevista sino una afarolada. `Eso son recursos! Y, luego, en el tercio, la larga cambiada que le debía y unos lances de brazos muy a la antigua usanza, con el cuerpo apalancado y abombado, firmes los pies, metido el mentón en el pecho. Y media verónica de puntillas, que en un torero de la envergadura de Padilla, resultó especialmente graciosa. No hubo espectáculo en banderillas: ni carreras ni violines ni trompetas. Tres pares y punto. Y, al final de esa faena tan bien cortada y tan de fondo, una estocada tendida y fatal.